Inés Duarte, porteña de 31 años y trabajadora social, estuvo de vacaciones hace unas semanas en Santa María, provincia de Catamarca (noroeste de Argentina), una pequeña ciudad donde los vecinos aparcan los coches con las ventanas bajadas y duermen en sus casas sin cerrar la puerta con llave. Un día, cuando fue al supermercado, el cajero le preguntó: “¿Usted es de Buenos Aires?”. Y añadió: “Ahí viven como en la guerra”. El empleado se refería a las noticias de inseguridad ciudadana que se suceden en los que suceden en el gran Buenos Aires.
La inseguridad es la principal preocupación de los ciudadanos argentinos, que el próximo domingo irán a votar su futuro presidente. De ahí, la decisión del Gobierno de Cristina de Kirchner de emprender desde finales del año pasado una nueva política para afrontar el delito, de modo de que las autoridades civiles controlen a las fuerzas policiales, periódicamente involucradas en las noticias sobre crímenes. Además, el Gobierno ha aumentado la presencia de uniformados en las calles y se empeña en combatir la delincuencia organizada. Hasta 2010, los Kirchner habían dejado el asunto de la seguridad en manos de los policías y habían impulsado un endurecimiento de las penas, pero no habían obtenido resultaods satisfactorios en siete años.
El delincuencia se ha instalado en la agenda pública argentina desde 1997, según Nicolás Dallorso, investigador del Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Dallorso identifica tres motivos que explican este fenómeno. Por un lado, “Argentina dejó de ser segura en muchos aspectos”. Eran tiempos en que crecía el paro y las polìticas neoliberales acotaban el tamaño del Estado. Por otro lado, aumentaron los arrebatos y los robos a mano armada, y la tasa de homicidio se elevó.
“En general se asocia el delito con la pobreza, pero no hay estudios que vinculen una cosa con otra. Ha habido cambios culturales, en el mundo del trabajo, el tejido social, en la protección social, pero no se puede hacer una relación directa de esto con el delito”, aclara Dallorso. En cambio, la creciente desigualdad social puede explicar por qué el índice de asesinatos cada 100.000 habitantes batió una marca histórica en la crisis argentina de 2002, cuando llegó a 9,2, una cifra superior a la actual de Uganda.
Por último, el investigador de la UBA observa que los medios de comunicación también contribuyeron ainstalar la inseguridad en la agenda pública. Sin embargo, advierte que se habla poco sobre “las redes complejas de delitos, que necesariamente tienen complicidad policial, y que roban camiones, trafican drogas y personas” o de los delitos económicos, ecológicos o la violencia machista.
A medida que la crisis argentina de 2002 se disipó y los llamados secuestros pasaron de moda, la tasa de homicidios cayó rápidamente a 5,9 en 2004. Desde entonces ha bajado poco, hasta 5,5 en 2009, una cifra algo mayor que la de Estados Unidos (4,8 en 2010) y bastante mayor que en España (0,87).
Argentina es el cuarto país más seguro de la insegura Latinoamérica, por detrás deChile, Cuba y Perú. Sin embargo, los argentinos están preocupados por la delincuencia y es habitual que se movilicen por las calles cada vez que ocurre algún asesinato, como ocurrió recientemente tras el secuestro de la niña Candela Rodríguez, que permaneció desaparecida nueve días y fue hallada violada y ahorcada en un saco de residuos en el Gran Buenos Aires.
Un tercio de los hogares argentinos afirma haber sido víctima de algún delito en el último año, ya sea contra la propiedad, el coche o contra las personas que los integran, según un estudio de la Universidad Torcuato Di Tella. Un 22% padeció algún robo con violencia. El consumo de paco(pasta de base cocaína) se ha difundido entre los jóvenes pobres de Buenos Aires y aquellos que delinquen suelen ponerse más violentos cuando lo fuman. A su vez, existe una “práctica sistemática de hostigamiento de jóvenes pobres por parte de policías”, advierte Dallorso.
Con el fin de recuperar popularidad tras la derrota en las elecciones legislativas de 2009, la peronista Fernández adoptó diversas medidas y una de ellas fue atender más la seguridad, aunque aún no hay datos que demuestren los resultados. Pero el poder de la jefa de Estado se limita a la lucha contra los delitos federales complejos y a los que se cometen en la capital, dado que cada provincia tiene su policía.
“En 2010, se tomó la decisión política de que el autogobierno de la Policía Federal no garantizaba el control de la situación”, comenta Dallorso. Ese año, la fuerza de seguridad no impidió que sindicalistas peronistas asesinaran a otro de izquierdas en una gresca callejera y participó en un desalojo de miles de familias que habían ocupado un parque para pedir viviendas, episodio que acabó con tres okupas muertos.
A partir de entonces, Fernández ordenó que la seguridad dejara de estar encomendada a un dirigente peronista tradicional y la puso en una política progresista, Nilda Garré, que inició su gestión removiendo a toda la cúpula de la Policía Federal. Desplazó a esta fuerza del sur de Buenos Aires, zona de barrios de chabolas, donde los narcotraficantes operan con normalidad, y puso en su lugar a la Gendarmería Nacional, encargada de custodiar las fronteras, y la Prefectura Naval, dedicada a la seguridad en mares y ríos. Continuó con la política de quitar tareas administrativas a los policías para que patrullen más las calles. También creó mesas en los barrios para que sean los ciudadanos, y no sólo los policías, los que establezcan qué zonas hay que vigilar más.
El Gobierno estudia también la creación de un grupo especial para combatir el crimen organizado. Las provincias aguardan los resultados de esta nueva política policial para abordarla. Mendoza ySanta Fe ya han emprendido la reforma de sus cuerpos de seguridad.
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