miércoles, 21 de octubre de 2020

¿De qué se habla y qué se calla cuando se habla de inseguridad?

 El discurso hegemónico sobre la inseguridad en nuestro país vincula directamente a esta con el delito callejero y la pobreza, dejando de lado la delincuencia de los sectores poderosos. Esto no hace más que naturalizar la desigualdad, fragmentación y sobrevulneración de los sectores más empobrecidos. Es hora de un cambio radical en estas concepciones.

En los últimos quince años se ha consolidado en la Argentina una tendencia que construye progresivamente a la problemática de la (in)seguridad como núcleo de la tensión constante de la cuestión social. La “inseguridad” se ha venido constituyendo en el nombre de la fractura social. Pero, inmediatamente, debemos decir que no podemos aceptar acríticamente este nombre sin antes preguntarnos cómo está construido. ¿De qué se trata esta inseguridad? ¿Cómo se vincula esta (in)seguridad con las (des)protecciones? ¿Qué relación tiene esta inseguridad con el modo en que se administran las desigualdades en este orden social?

Podemos pensar que existen dos tipos de protecciones: por un lado, las protecciones civiles que garantizan las libertades fundamentales y la seguridad de los bienes y de las personas en el marco de un Estado de derecho y, por otro lado, las protecciones sociales que cubren los riesgos capaces de producir una degradación de las condiciones de vida de los individuos (enfermedades, accidentes, vejez empobrecida, etc.). En la Argentina, en los últimos quince años el tema de la inseguridad ha adquirido relevancia política, mediática y social. En efecto, se trata de una particular construcción del tema como problema definido muy vagamente en relación con el delito callejero y con la protección de ciertos bienes y algunos grupos sociales en el espacio urbano. A pesar de esta borrosa definición, la construcción se asienta, prácticamente sin excepción, sobre el férreo vínculo entre delitos callejeros y pobreza. En este sentido, la forma en que se ha instalado la inseguridad en el último tiempo es producto de una construcción sociopolítica que excluye muchos otros sentidos posibles en torno a lo que podría contemplar la protección y la seguridad. De hecho, en el discurso hegemónico de la inseguridad podemos observar dos movimientos: en primer lugar, la seguridad queda circunscripta a la esfera de las protecciones civiles, desinteresándose así de las protecciones sociales y, en segundo lugar, se muestran como amenazas a la seguridad solamente a los delitos de los sectores socialmente más vulnerables [delitos de los pobres], silenciando así el daño social –evidentemente mayor– que producen los delitos de los sectores poderosos.

La inseguridad social hace de la existencia de los individuos un combate por la supervivencia librado en el día a día y cuyo resultado es siempre y renovadamente incierto para los desprotegidos. El trabajo precario, la posibilidad de perderlo en cualquier momento, el futuro de una vejez en la pobreza, la posibilidad de no poder garantizar el sustento familiar en caso de un accidente o enfermedad, la imposibilidad de programar el futuro dada la incertidumbre que traen ingresos monetarios irregulares, la sensación de desamparo que embarga a las mujeres embarazadas frente a la posibilidad de no poder volver al mercado laboral: todo esto, aun cuando pone en escena la vulnerabilidad de los individuos, no forma parte del discurso de la inseguridad. Por ejemplo, no forma parte de las noticias de inseguridad, no forma parte de las agendas de las organizaciones de la sociedad civil dedicadas a combatir la inseguridad, no forma parte de los discursos de campaña sobre la inseguridad, etcétera.

A mediados del siglo XX, muchas sociedades capitalistas occidentales –entre ellas, la argentina– lograron vencer la inseguridad social asegurando la protección social de casi todos sus miembros construyendo un nuevo tipo de propiedad concebida y puesta en marcha para asegurar la rehabilitación de los no propietarios: la propiedad social. La propiedad social, a la cual se accedía a partir de la condición de trabajador, representó un equivalente de la propiedad privada, una propiedad para la seguridad puesta a disposición de aquellos que estaban excluidos de las protecciones que procuraba la propiedad privada. La solución que brindaba el Estado de Bienestar, la propiedad social, no eliminó las desigualdades sociales ni suprimió o repartió la propiedad privada pero logró ser fuertemente protectora. Y esto se logró esencialmente a partir de la inscripción de los individuos en colectivos protectores, como las convenciones colectivas de trabajo, donde ya no es el individuo aislado quien contrata sino que se apoya en un conjunto de reglas que han sido anterior y colectivamente negociadas, y que son la expresión de un compromiso entre organizaciones sociales representativas colectivamente constituidas.

Ahora bien, lo que resulta paradójico es que si bien el “nacimiento” del discurso de la inseguridad, a mediados de la década de 1990, coincidió con el momento en donde las protecciones sociales se encontraban en pleno proceso de desmantelamiento, no es la preocupación por la desprotección social la que hegemoniza este nuevo discurso; por el contrario, la retórica de la inseguridad civil desplaza a la retórica de la inseguridad social.

La preocupación no pasaba por cómo garantizar seguridades sociales sino qué hacer con los efectos del proceso de cancelación de las protecciones, en otras palabras, qué hacer con los pobres, cómo gestionar la pobreza. De este modo, la pobreza aparece como bisagra que articula las dos inseguridades: es producto de las desprotecciones sociales pero es invisibilizada en el discurso hegemónico y resituada como amenaza de las protecciones civiles. Así, la pobreza más que sólo un problema a ser solucionado es un soporte sobre el cual se apoyan y despliegan una multiplicidad de modalidades de intervención y de relaciones de poder.

El segundo movimiento de esta construcción hegemónica de la inseguridad es que se muestran como amenazas a la seguridad solamente a los delitos y, casi exclusivamente, los delitos de los sectores socialmente más vulnerables –delitos de los pobres–, silenciando así el daño social –evidentemente mayor– que producen los delitos de los sectores poderosos.

En la medida en que la inseguridad aparece reducida al delito, se dejan por fuera otras inseguridades. Como ya mencionamos, quedan por fuera las inseguridades sociales: la desprotección por falta de estabilidad laboral, por escasez de ingresos, por ausencia de cobertura de salud, por desprotección en etapas vitales donde resulta imposible o muy perjudicial la inserción en el mercado de trabajo como: la vejez, la niñez, el embarazo, el puerperio, etc. Pero también quedan por fuera de la construcción hegemónica de la inseguridad otras “inseguridades” como las ocasionadas por el deterioro del hábitat y del medioambiente, las originadas en la desigualdad de género o de orientación sexual, las inseguridades producidas por los siniestros de tránsito, las inseguridades producidas ante la eventualidad de una catástrofe natural como terremotos, tornados, etcétera.

Ahora bien, cuando en esos discursos hegemónicos se construye la inseguridad exclusivamente como un problema de delito o delitos opera una nueva reducción. El principal delito que se toma en consideración es el delito contra la propiedad, fundamentalmente, los delitos producidos por las clases sociales más desfavorecidas, lo que invisibiliza otras prácticas delictivas, como aquellas producidas por los sectores más poderosos (por ejemplo, desfalcos, fraudes contra la administración pública, etc.), así como los delitos y la violencia de las fuerzas de seguridad.

En este punto, es importante retomar la diferencia entre “ilegalismos” y delitos. El concepto de “ilegalismos” remite a las prácticas sociales desviadas de las normas legales pero no necesariamente perseguidas por el sistema penal. En este sentido, este concepto desborda la oposición normativa legal-ilegal. En la concepción de Michel Foucault, los ilegalismos son múltiples, cotidianos, intersticiales, diversos: hay ilegalismos populares y también ilegalismos de los grupos dominantes. El ilegalismo no es un accidente o una imperfección sino que es producto de la legislación que contempla un espacio protegido y provechoso donde la ley puede ser violada; otros espacios donde puede ser ignorada; otros, finalmente, donde las infracciones son sancionadas. En cambio, la delincuencia es sólo un ilegalismo sometido, un ilegalismo llamativo, marcado, secretamente útil, aislado, que parece resumir simbólicamente todos los demás, pero que permite dejar en la sombra a aquellos que se quieren o que se deben tolerar. Si nos detenemos a analizar quiénes aparecen como los principales causantes de daño social en el discurso de la inseguridad, nunca son los grupos económicos que fugan dinero del sistema financiero para depositarlo en paraísos fiscales, por ejemplo, eso no es inseguridad, al menos para el discurso hegemónico. La penalidad es una administración diferencial de los ilegalismos en función de los intereses de los grupos dominantes.

De este modo, a partir de la diferenciación de los ilegalismos y el aislamiento de la delincuencia, los medios de comunicación, la policía y la cárcel operan sobre los sectores populares y producen constantemente una escisión entre “pobres buenos”, por una parte, y “pobres delincuentes”, por otra parte. De modo análogo, en el discurso de la inseguridad el peligro está asociado con los sectores populares pero esta identificación no es masiva sino que en este discurso se reclama que policía y cárcel marquen la especificidad de esta asociación, es decir que las agencias represivas del sistema penal subrayen la distinción entre “pobres buenos” y “delincuentes” para mantener la hostilidad de los sectores populares contra los delincuentes.---LEER MAS

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