lunes, 22 de septiembre de 2014

todo suma y la INSEGURIDAD PERSISTE MAS!

La inseguridad es una suma de ausencias


El problema es que ahora no es como antes: ahora necesitamos simplemente con desesperación que los policías estén del lado de los buenos.
El motochorro, cuya imagen inundó la tele con el robo a un turista canadiense en La Boca y que luego de ser detenido salió en libertad sin inconvenientes, nos comunica a las claras cuán protegido está quien infringe la ley.
Pero también el video nos muestra, como al pasar, la figura de un policía que ante la flagrancia parece tomar unas notas y, en contemplación casi zen, deja que se desenvuelva el curso de las cosas. Lo suyo es algo así como una omisión de presencia; ni hablar, de autoridad.
El fenómeno de la inseguridad ya sabemos por qué se da. A la laxitud en la represión del delito se le suma la cristalización de la pobreza –que nos hunde en un sistema parecido al medieval, en el cual la situación de nacimiento marca cada destino– y el panorama catástrofe de la educación pública. Muestra cabal de ese declive, la semana que pasó, en la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires se aprobó una ley, impulsada por la mujer del piquetero kirchnerista y antisemita D’Elía, que legitima que los “militantes sociales” –punteros K, en criollo– tutelen en calidad de maestros jardineros a los chicos de entre 45 días y 5 años en los centros asistenciales comunitarios. Y a hacerlo sin tener título ni, claro, preparación alguna. El gobernador Scioli, con tímida obediencia debida, dejó trascender que no permitirá que el intento de analfabetismo se perpetre, al menos por completo.
El 18 de septiembre detuvieron en La Falda, Córdoba, a un almacenero que resultó ser el ex cabo de la Bonaerense Marcos Rodríguez, acusado de haber participado en la Masacre de Wilde, ocurrida en enero de 1994. Por razones que se ignoran –se sospecha de una asociación entre policías y delincuentes y una venganza equivocada–, ese día integrantes de la fuerza mataron a un remisero y a sus dos pasajeros y a un vendedor de libros. En total, dispararon 270 balazos. El mismo día en que fue detenido, Rodríguez se fugó con pasmosa facilidad. Desde entonces permanecía prófugo con tal espesa malla de protección que ni siquiera se tomó el trabajo de cambiar de nombre. A diferencia de él, ocho de los policías que intervinieron en la masacre pasaron 10 meses en prisión, tras lo cual, prodigiosos y coincidentes fallos de diversas instancias judiciales los sobreseyeron. Sin embargo, en noviembre del año pasado, la Corte Suprema Bonaerense, en un rapto de lucidez, dictaminó que en el caso hubo un “intento de ocultamiento y búsqueda de impunidad” en la que “intervinieron funcionarios del Gobierno provincial” en complicidad con “órganos judiciales”. Así, veinte años después, cuando la Justicia juntó la voluntad para hacerlo, Rodríguez fue detenido.
El 4 de septiembre, el ex cabo de la Federal Martín Naredo comunicó al Tribunal que lo juzgaba que no estaba en “condiciones anímicas” de presenciar la lectura de la sentencia en el juicio por el asesinato de un adolescente de 18 años, en 2012, en Capital. Al policía –que a pesar de los graves cargos que pesaban sobre él, estaba libre– le dieron perpetua. Entonces sí los jueces ordenaron su presurosa detención. Lo fueron a buscar a su casa, donde la madre dijo que se había ido a lo de la novia, y a la Municipalidad de La Matanza, en cuya Secretaría de Medio Ambiente trabajaba. Casualidad: tampoco estaba allí. Desde entonces, nada se sabe de él. Un comunicado de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional insta a todo aquél que tenga una información que pueda dar con el prófugo a que no se la comunique a la Policía sino a esa ONG. Sus integrantes suponen que Naredo también goza de una red de protección. ¿Pasarán veinte años?
Estas son dos muestras cercanas, entre muchas, demasiadas, de policías que están entramados con el delito. Ni hablar ahora, luego de la Década Ganada, cuando el fenómeno narco, con sus ramificaciones con el poder y el poder que da el dinero en cantidades de órdago, se ha instalado definitivamente entre nosotros.
En cuanto a los familiares de las víctimas pueden permanecer perfectamente intranquilos: para las actuales autoridades, la violación de los derechos humanos es algo que ocurrió en la década del 70. Desde entonces, los abusos y desmanes policiales han dejado de acaecer. Y si alguno, por un casual, sucede, es responsabilidad completa de la jurisdicción que tenga a su cargo la fuerza. Como el policía contemplativo de La Boca, el omnipresente Estado Nacional comunica así su gris de ausencia.

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