POBRES:Los los nuevos desaparecidos
Ya en 2013, Cristina Kirchner se había atrevido a afirmar que estábamos mejor que Canadá y Australia. El lunes último, ante la FAO, dijo que la Argentina registra menos del 5% de pobreza y, como si no fuese suficiente el absurdo, al día siguiente, el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, arriesgó que Alemania, la principal potencia económica de la Unión Europea, contaba con más pobres que nuestro país.
Más allá de estos nuevos dislates, motivo de múltiples condenas y bromas, el episodio esconde un mensaje preocupante: si ya logramos superar a los países líderes del mundo en materia social, mejor no podemos estar y no queda mucho por hacer, salvo disfrutar de tan maravillosa situación.
Pero ese sueño dichoso se evapora en cuanto ponemos un pie en la calle: la multiplicación exponencial de villas de emergencia (sólo la 31 y 31 bis crecieron un 227% desde 2001), la cantidad creciente de personas "en situación de calle" (horrible eufemismo), los bolsones de miseria extrema que se advierten en algunos lugares del conurbano, las recurrentes noticias provenientes del norte argentino de mortalidad infantil y la asistencia permanente de la Iglesia y de una multitud de ONG para aligerar las condiciones infrahumanas de vida de muchos argentinos, arman un contraste feroz con la parte más cínica y maléfica del relato.
Lo que subyace es mucho peor todavía: cuando el Indec dejó de medir el índice de pobreza (el último, emitido a fines de 2013, marcaba un ínfimo 4,7%; los técnicos desplazados lo ubican ahora en un 25%) lo que se intentaba era invisibilizar el tema. Cuando en marzo pasado el ministro Axel Kicillof opinó que era "estigmatizante" contabilizar el número de personas con bajos recursos sonó a nueva advertencia de que "de eso no se habla". Ahora, la Presidenta y su jefe de Gabinete prácticamente han decretado que el pobre, como tal, no existe más.
Salvando las distancias, sigue la lógica negadora de la argumentación que dio el dictador Videla cuando se refirió a la figura del desaparecido. "No tiene entidad. No está ni muerto ni vivo, está desaparecido. Frente a eso no podemos hacer nada", dijo en 1979 durante una conferencia de prensa presidencial (que, dicho sea de paso, y parafraseando a Luis Barrionuevo, entonces había alguna que otra; no como ahora, ninguna).
Pocas horas antes del ninguneo oficial de la pobreza, este diario publicó en su primera plana una imagen de la odisea de Alicia Ávila y su hijita Valentina, montadas en un carro tirado por un burro, que cotidianamente deben emprender un largo camino en Pampa del Zorro, Chaco, para ir a buscar agua al pozo más cercano. Historias parecidas se suceden en un 16% de la población argentina, más de 6,4 millones de personas que no tienen acceso al agua potable y no sólo en lugares recónditos, sino a muy pocos kilómetros del Obelisco.
Fue una semana de impactos mediáticos más que contrastados: al cordial encuentro entre el Papa y la Presidenta se le opuso días después la advertencia del presidente del Episcopado, monseñor José María Arancedo, de que la pobreza alcanza nada menos que a una cuarta parte de la población. Para colmo, a los organizadores de la colecta de Cáritas, que se está llevando a cabo este fin de semana, se les ocurrió pedir por los nuevos rostros de la pobreza: el déficit habitacional, la trata de personas y las adicciones. Y casi al mismo tiempo que trascendía que el patrimonio de Cristina Kirchner ascendía a $64.629.891, Buenos Aires, la ciudad más rica del país, reconocía un 12,1% de pobreza entre los porteños.
Cada presidencia tiene su utopía imperial que la mayoría de la gente suele acompañar con algarabía irracional, en tanto que una escasa minoría se enoja, se sonríe o se sonroja por el disparate.
"Que venga el principito, le presentaremos batalla", dijo el dictador Galtieri, y el patrioterismo bélico chocó pocas semanas después con la rendición incondicional ante las tropas británicas.
"Con la democracia se come, se cura y se educa", dijo el presidente Alfonsín, y era una utopía razonable, pero falló en su implementación. Los mismos que aplaudían el militarismo suicida un año y siete meses antes, se pusieron a recitar con fingida devoción el Preámbulo de la Constitución Nacional. El mandatario debió acortar su mandato en medio año porque la hiperinflación ya no dejaba comer, curar ni educar.
Llegó Carlos Menem y nos convenció de que éramos parte del Primer Mundo. Aquellos militaristas que luego recitaban la Constitución, se transformaron entonces en consumidores compulsivos de productos extranjeros y de baratísimos viajes subsidiados a cualquier lugar del planeta, mientras que aquí se hundía la producción nacional.
Después de la resaca por la década dolarizada de la pizza y el champagne apostamos a la contrafigura del exuberante riojano, pero la estampa austera del fugaz presidente De la Rúa convivió con denuncias gravísimas de corrupción en el Senado y desembocó en el abismo de 2001.
Aquella austeridad ineficiente fue a hacerle compañía al desván de nuestras frustraciones nacionales al triunfalismo malvinero, al fervor por el Preámbulo y a la voraz convertibilidad consumista.
Fue entonces cuando decidimos volvernos fervientes bolivarianos. En eso estamos, cada vez más pobres...por dentro.
FUENTE, DIARIO LA NACION DEL DOMINGO 14
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