Antes que todo pongámonos de acuerdo sobre el uso de los términos: hacer de la inseguridad y, por lo tanto, de la violencia un fenómeno urbano, es inscribirla en la metrópolis y hacer de ella una figura actual de la existencia colectiva. Esta figura nos remite a la imagen de una sociedad en la que el respeto por la ley es problemático, en la que el funcionamiento social de la normatividad es vivido de un modo conflictivo, al interior de un miedo social difuso y difícil de calcular.
El objeto de nuestro estudio será analizar aquello que oculta el uso del término inseguridad; aquí no nos apegaremos, entonces, a describir y a sugerir en qué medida la sociedad francesa es o no una sociedad violenta. En primer lugar, porque ello implicaría tener que analizar datos estadísticos, lo que plantearía la cuestión de la pertinencia de los criterios empleados; en segundo lugar, porque sería necesario establecer comparaciones con otras sociedades para poder determinar algo así como un umbral de peligrosidad a partir del cual sería posible hablar de inseguridad. Ahora bien, hay una constatación evidente: sin importar lo que se diga, y sin importar lo que sientan los franceses, la sociedad francesa es una de las más seguras del planeta, sobre todo si se la compara con otras regiones del mundo donde la violencia urbana y la inseguridad constituyen el pan de cada día. Sin embargo, es importante hacer desde ya una nueva constatación: que la inseguridad sea real o no, ello no cambia el hecho de que es así como la sociedad francesa se percibe a sí misma. Dada la importancia que el tema de la inseguridad puede tomar en la política, como fue el caso de las elecciones presidenciales del 2002, en este texto nos detendremos en esa percepción de inseguridad de la sociedad francesa.
Lo que nos interesará aquí será entonces el discurso de la inseguridad como discurso social. Procuraremos analizarlo en cuanto discurso que la sociedad francesa hace sobre ella misma, y para ello, lo trataremos como un signo, el de la elaboración de un tipo de discurso sobre la violencia el cual nos dará algunas indicaciones sobre el modo en que se percibe la sociedad, y sobre el modo en que la sociedad concibe la violencia que la habita.
1. De la noción de violencia urbana a la noción de inseguridad
Analicemos entonces, en un primer momento, el discurso en sí mismo. Si el éxito del término inseguridad es bastante reciente en Francia, es porque la realidad que éste tiende a incluir se ha extendido, pero sobre todo, porque el uso del término mismo ha manifestado un cambio de sentido. Hemos pasado del uso del término general “violencia urbana” a un uso más global y más borroso de “inseguridad”. ¿Qué significa dicho cambio? Para tratar de contestar a esta pregunta vamos a comenzar por ver a qué remite la noción de violencia urbana, con el fin de poder compararla más tarde con la de inseguridad. Ello nos permitirá, por otra parte, sin entrar en el debate acerca de la realidad de la inseguridad, ver un poco más de cerca a qué tipo de hechos ésta última nos remite.
A finales de los años 70 y principios de los 80, los problemas relacionados con un cierto género de violencia invadieron los medios, y, del mismo modo, el debate público francés. La violencia urbana, identificada como violencia de los jóvenes, tomó el espacio del imaginario colectivo a partir de la importancia que le dio la prensa, a principios de los años 80, a los “acontecimientos de las Minguettes”, barrio de Vénissieux situado en los suburbios de Lyon[1]. Toda la prensa cubrió entonces aquello que ella misma llamó un “acontecimiento”, y, de paso, atrajo la atención general sobre los suburbios y sus problemas. Francia descubre de este modo el deplorable estado de algunos barrios de sus suburbios, así como la degradación de los edificios, y de paso el problema de una nueva categoría de habitantes, los “beurs” cuyo perfil es esbozado someramente (jóvenes de origen magrebí, en situación de fracaso escolar, sin calificación profesional, sin trabajo y que pasan todo el día “vagando” en los pasillos de edificios en ruina).
A principios de los años 90 la prensa cubre los “motines” de las cités de Vaulx-en-Velin, comuna de los suburbios de Lyón, de Sartrouville y de Mantes-la-Jolie, así como las manifestaciones de los liceos de noviembre del 90 y de sus “saboteadores”. Progresivamente el tema se banaliza y los diarios retoman esporádicamente la cobertura de algunos hechos, produciendo así figuras híbridas en las que se mezclan los suburbios, los fenómenos de pandillas, la droga y la delincuencia, para llegar a construir una imagen del suburbio edificada sobre el modelo de los ghettos norteamericanos. Esta imagen denuncia ciertos grandes problemas sociales, que ya estaban mediáticamente constituidos —como el desempleo, las pandillas, la inseguridad, Le Pen[2] y el ascenso del racismo, el integrismo, y la influencia de la arquitectura deprimente— para explicar el acontecimiento.
En efecto, los periodistas sólo retuvieron los actos de violencia más espectaculares y, por lo tanto, los más excepcionales. El vocabulario[3](que va desde el “motín” hasta el “crimen racista” pasando por el “mal de los suburbios”, las “citésdormitorios”, los “ghettos” en donde viven los inmigrantes de origen magrebí en “mal de integración”, los “saboteadores”, la “inseguridad”, hasta la “delincuencia”, los “dealers”, los “salvajes”) no hizo más que dar una imagen satanizada del tema.
Ya sea que los autores de estos hechos sean presentados como víctimas o como criminales, todo ese vocabulario es muestra de una misma postura en relación al sujeto que trata la violencia como un hecho espectacular, para hacer de ella un problema propio del suburbio a partir de una temática de la violencia cuyos cuadros conceptuales están predefinidos. Ello por el hecho de poner en escena los grandes temas mediáticamente preestablecidos (como la inseguridad, el desempleo, la droga, el racismo, etc.) De este modo, al banalizar la violencia a través de una serie de imágenes trilladas y de temas shock, la prensa contribuye a enmascarar la especificidad del problema, encasillándolo en una enunciación prefigurada. Así, el problema es definido como propio del suburbio y de sus habitantes, y no como propio del “paisaje francés” en general.
Es posible entonces analizar el discurso de la prensa como una especie de discurso-pantalla, que proyecta sobre el tema toda una serie de nociones que, mientras reproduce en la escena mediática la realidad de cierta violencia, contribuye a enmascararla, por el mismo hecho que la presenta con toda claridad como un espectáculo. La prensa produce, entonces, un efecto de velo sobre violencias más cotidianas y tal vez también más simbólicas, de donde emergen los “acontecimientos” violentos, y participa de alguna manera en la elaboración de un discurso sobre la violencia que no se toma el tiempo de una reflexión sobre la naturaleza, la función y el valor de la violencia misma. Se trata, esencialmente, de un discurso sobre la violencia del “otro”, de ese otro que es para Francia el habitante del suburbio.
La prensa desempeña, entonces, un papel doble: al mismo tiempo que tiende a imponer un discurso público sobre los “malestares sociales”, conduce al Estado a imponer toda una serie de medidas que respondan al problema que ella enuncia[4]. También da impulso a toda una producción que va desde “dossiers” publicados por la prensa (sobre “los suburbios”, “los jóvenes”, “los jóvenes inmigrantes en los suburbios”, etc.), hasta todo un florecimiento de investigaciones dirigidas por “especialistas”, ya sean éstos sociólogos, etnosociólogos, psicólogos, especialistas de la educación, de la inmigración, etc.
Sin embargo, en los últimos años, el problema sobrepasó las fronteras que le estaban asignadas, aquellas de los suburbios y de los barrios “de mala fama”, para invadir, en primer lugar, las escuelas. La percepción de la violencia se deslocaliza: ya no es únicamente el suburbio su única sede, sino la sociedad francesa en su totalidad la que poco a poco es afectada por ella. El término de inseguridad gana así, progresivamente, las primeras páginas de la prensa, sustituyendo de este modo el termino de violencia urbana. En efecto, su éxito se debe, sobre todo, al hecho que éste responde de un mejor modo al problema que lo suscita, en el sentido que ya no se trata de analizar hechos, sino de traducir un sentimiento masivo, el de una inseguridad generalizada y constante. La noción de inseguridad invade entonces el discurso político, hasta llegar a la preponderancia que tuvo en la elecciones presidenciales francesas del 2002.
¿Qué es lo que encubre este cambio? Como lo hemos visto, mientras que el discurso sobre la violencia urbana tendía a relatar acontecimientos precisos que sucedían en lugares concretos, el de la inseguridad tenderá más bien a servirse de análisis generales (como los estadísticos) que presentan un panorama general de Francia, la clasifican y la catalogan de acuerdo a sus zonas de inseguridad. En la noción de inseguridad son contabilizados los crímenes y los delitos, pero al mismo tiempo son tenidos en cuenta las acciones incívicas, el deterioro de los bienes públicos y privados, las agresiones a los conductores de bus o a las líneas del metro, las infracciones, los robos, los atracos, las violaciones colectivas, las extorciones en la escuela, el vandalismo, los insultos, la violencia en el medio escolar, la violencia contra las mujeres, la violencia contra los niños, contra los viejos, contra todos y contra cualquiera… De este modo, la inseguridad se declina en varios géneros: inseguridad en los buses, inseguridad en el metro, inseguridad en la escuela, inseguridad en los barrios. El discurso de la inseguridad invade poco a poco todos los terrenos de la vida colectiva, se hace omnipresente, y tiende a sustituirse al análisis de la realidad social. La inseguridad se convierte en el clima general de Francia, clima que cualquiera puede leer en todo gesto que sienta hostil en relación a sí mismo o a su ambiente cotidiano.
Ello quiere decir que la inseguridad engloba a la vez hechos y sentimientos. Es jugando, al mismo tiempo, sobre estos dos tableros, que el término adquiere un éxito real, que hace desbordar el debate público y ganar sus títulos de nobleza invadiendo el debate político. Traduciendo a la vez criterios presentados como objetivos y apelando a la vivencia de cada uno, la noción de inseguridad puede, entonces, canalizar todos los miedos ligados a la existencia colectiva. Así, la sociedad francesa se ve a ella misma como in-segura, lo cual, finalmente, puede llevar en sí mismo un peligro.
En efecto, el lazo social definido por la inseguridad puede ser leído como un lazo que refuerza esta misma inseguriad que el discurso quiere denunciar. Los individuos tienen cada vez más miedo de los otros, y tienden a ver, en cualquier situación que contiene algún elemento de conflicto, un suceso que aumenta el clima de inseguridad. Entonces, la realidad termina por tomar la forma que se le quiere dar. El discurso sobre la inseguridad denota entonces, antes que todo, una progresión en la consideración misma del problema al cual remite. Ya no se trata solamente de estigmatizar a una parte de la población, como sacrificada y como depositaria de la violencia, sino de hacer de la violencia el lazo mismo que rige la existencia colectiva. Su denuncia no cambia el hecho que la inseguridad se convierta en la clave de lectura de las relaciones sociales. En efecto, si la violencia es denunciada como aquello que constituye el lazo social, es sólo en la medida en que ésta es pensada en cuanto des-unión. Ella sería el mal contemporáneo de las sociedades ricas. Un mal inexplicable e injustificado, más allá de las explicaciones causales que no resuelven la incomprensión general con respecto a los actos cuya violencia es sentida como fundamenalmente bárbara.
La violencia misma es entonces estigmatizada, sea ésta física, verbal o simbólica. El conflicto tiende a ser entonces a la vez satanizado y mantenido, alimentado por las diversas representaciones de la inseguridad. Ahora bien, el conflicto es punto necesario para la cohesión social, es eso por lo cual los individuos, que no están necesariamente de acuerdo en relación a las razones de ser y los fines de la sociedad, fundan el espacio social, concibiéndose como adversarios en el seno de una misma sociedad. El problema es que el conflicto, necesario y benéfico para el despliegue de un espacio común en el seno de la sociedad democrática —en cuanto espacio de intercambio— es satanizado y rechazado por la lectura que se hace de él en términos de inseguridad. En efecto, el conflicto es vivido como si desbordara los marcos posibles de un intercambio, y únicamente se enfatiza en relación a su expresión violenta. En esa misma medida, cualquier conflicto será leído como violento, haciendo imposible su despliegue benéfico en el seno de la sociedad.
La noción de inseguridad no se refiere a cualquier tipo de violencia. Esta noción trata toda violencia que es padecida, es decir que se enfoca en el punto de vista de la víctima. La violencia, primero expulsada a la periferia como la violencia de esos otros, de esos “salvajes” que son los jóvenes de los suburbios (vistos en la mayoría de los casos como de origen magrebí y africano) vuelve a la escena pública como violencia padecida. La violencia de la inseguridad es una violencia injustificada e injustificable, que puede afectar a todos. Cada quien puede ser la víctima, pero nadie debe ser el autor y, mucho menos, el cómplice. La inseguridad coloca de nuevo la violencia en el escenario social, al mismo tiempo que la desplaza. Si la inseguridad nos habla de violencia, es generalizándola, inyectándola en el corazón mismo de las relaciones sociales, como lo que constituye su posibilidad siempre latente, siempre temible. Así, la inseguridad y la violencia se convierten en el horizonte social de Francia.
En efecto, un enorme cambio de sentido tiene lugar en el paso de la noción de violencia urbana a la noción de inseguridad. Antes que todo, como ya lo hemos visto, la inseguridad tiene en cuenta la experiencia y apela a ella, a lo vivido y, así, al sentimiento de cada individuo. El más pequeño suceso, que antes hubiera podido pasar desapercibido, ahora es sentido vívidamente como algo que hace parte de un fenómeno general. El miedo social se instala, y tiende a acentuar todavía más la inseguridad, en la inmovilidad y la indiferencia que ella suscita. De este modo, el miedo paraliza a los individuos, los cuales, mientras otro es agredido, prefieren apurar el paso o mirar hacia otro lado antes que intervenir o arriesgarse a recibir golpes. Si el egoísmo individual contemporáneo constituye el motor principal de este tipo de reacción, de todos modos hay algo paradójico en ello. Pues la inseguridad es denunciada en cada momento, pero nunca se elabora un discurso que señale la responsabilidad.
Ahora bien, nos parece que este punto es extremadamente importante en la medida en que el individuo emancipado contemporáneo occidental puede ser definido como un individuo débil, miedoso y emocionalmente inestable, que necesita el concurso, la asistencia y la protección del Estado, con el fin de que le sean garantizados sus derechos fundamentales. Pues justamente aquello que define los derechos fundamentales en su implicación en las sociedades liberales, es el derecho a la indiferencia con respecto a los otros. El individuo, cada vez más atrincherado en sí mismo, ya no se interesa por los asuntos públicos y sociales y, para el sostenimiento de su aislamiento, requiere el despliegue de un Estado fuerte.
Así pues, la inseguridad no es cuestionada en ningún momento más allá de la denuncia de sus autores y de sus víctimas. La pasividad de la sociedad de cara a un fenómeno que le concierne y por el cual se siente preocupada (el éxito de la trilla mediática es prueba de ello), no es denunciada en ningún momento, ni siquiera cuestionada. La gente tiene miedo, y tanto más miedo cuanto los medios les repiten a lo largo del día que la inseguridad aumenta e invade poco a poco el centro de las ciudades y el campo.
Esta noción determina y engloba todo lo que la noción de violencia urbana denotaba, puesto que, finalmente, quienes serán denunciados como autores siempre serán los mismos. Pero, al mismo tiempo, desborda considerablemente los cuadros de análisis que habían sido elaborados al respecto, y amplía su punto de vista. Es toda la sociedad la que se ve afectada, y la escuela representa tal vez, en el imaginario colectivo, el lugar más visible. Es en este mismo desplazamiento que el discurso político se precipita, con su cortejo represivo y penal.
2. La inseguridad como discurso político
El tema de la inseguridad coincide con el discurso político clásico, al menos desde la modernidad, en que la seguridad es presentada como el objetivo del contrato social y, por lo tanto, de la vida en sociedad. Es evidentemente el contrato, tal como lo piensa Hobbes y lo expone en el Leviatán, el que constituye el ejemplo característico de este tipo de pensamiento. En este texto se elabora la teoría del contrato social en cuanto pacto político que instaura la sociedad civil, a partir de un pensamiento acerca de la naturaleza humana y la naturaleza de lo político que coinciden y se corresponden mutuamente. Según Hobbes, la asociación de los hombres en el seno del contrato social se elabora con el fin de salir del estado de naturaleza y de la guerra de todos contra todos, que es la condición del hombre en el estado de naturaleza, es decir, con el fin de sustraerse de la inseguridad generalizada en la cual viven los hombres naturalmente cuando ningún poder los gobierna. La instauración de un poder político tiene, entonces, como primer objetivo y como fin último, la seguridad de todos. Ésta constituye incluso el límite del poder soberano tal como Hobbes lo define, pues es únicamente en la medida en que su seguridad les es garantizada, que los sujetos deben obediencia al soberano y a las leyes. Cuando deja de existir la garantía de seguridad, ya nada vincula a los hombres entre ellos ni con respecto al poder político. La seguridad justifica entonces la única violencia tolerada en el marco del contrato social. La violencia es, de esta manera, aquello de lo cual puede servirse el soberano para garantizar la seguridad de todos. Se trata, claro está, de una violencia esencialmente coercitiva, punitiva y represiva.
Hablar de inseguridad significaría entonces despertar el espectro del desmoronamiento de aquello que constituye el lazo social propiamente dicho, de aquello que justifica el contrato social y la vida en común. Si la seguridad es el bien supremo de la existencia colectiva, ponerla en peligro constituye, entonces, el riesgo más importante y más grave que puede correr una sociedad. Hablar de inseguridad y hacer de ella el primer contenido de un discurso político implica poner a la sociedad francesa en una situación bien precisa: aquella en la cual el lazo social está constituido por el deseo de seguridad y bienestar. En efecto, esto corresponde a la realidad, pero sólo de cierto modo. La sociedad francesa, como toda la sociedad occidental, ha llevado el individualismo y el egoísmo hasta un punto bastante avanzado. El lugar que la política ocupa en las vidas individuales se evidencia en la falta de compromiso político. Con el fin de combatir esta indiferencia con respecto a la política, manifestada en los discursos del “todo vale”, se apela a la inseguridad, es decir a una pasión: el miedo.
La inseguridad es entonces un discurso de la pasión presentado bajo una forma racional. Se trata, así, de utilizar el miedo en contra de la falta de compromiso. Pero, ¿es esto realmente eficaz? El primer punto importante que hay que resaltar es que la inseguridad no es un discurso sobre la responsabilidad ni sobre la ley. Es un discurso cuyo resultado es el fortalecimiento penal y represivo. Apelar a la inseguridad es apelar, necesariamente, al despliegue de una violencia legal, la del poder. La inseguridad requiere la amplificación del poder coercitivo, penal y represivo.
En un primer momento, se enuncia públicamente el miedo, enfocándolo en un punto preciso (la inseguridad) y, por lo tanto, se suprimen así todos los otros miedos e inquietudes posibles, es decir, el resto de los malestares políticos. El discurso político de la inseguridad es consecuencia de varios problemas. Primero, se trata de llenar un vacío. En la media en que la falta de compromiso de los individuos de cara a la política es cada vez más evidente, despertar el miedo social es, como se ha dicho, un intento por volver a inyectar pasión en el corazón de la política. La esfera de la política recupera así una pasión que ya circula en la sociedad, y trata de canalizarla, de intensificarla en el reconocimiento y la legitimidad mismos que la política le aporta. Ahora bien, ¿es posible, por esta razón, suponer que la política crea esta pasión en su totalidad? La pregunta es delicada. Si la inseguridad puede ser analizada como un fantasma de las sociedades de abundancia, este fantasma, para ser tal, debe beneficiarse de una base de realidad. El discurso remitiría a la vez a una cierta realidad y a un cierto fantasma social. ¿Qué podemos concluir de este segundo problema?...
http://www.javeriana.edu.co/cuadrantephi/sumario/articulo%20internacional1.htm
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