¿Se puede resolver la inseguridad?
El reclamo reiterado de la gente pareciera chocar con una barrera de impotencia. Es que no hay una adecuada respuesta de la dirigencia política, que es la que tiene la obligación de abordar y ocuparse del tema de la inseguridad.
El primer prejuicio que se antepone a cualquier proyecto de intervención de la autoridad para el control y represión de los hechos delictivos aparece bajo la bandera de los derechos humanos, que bloquea todo proyecto preventivo en la materia.
Un segundo aspecto es el alto nivel de infiltración de la cuestión delictiva en el financiamiento de la política y también en los organismos de control y prevención de la delincuencia y el terrorismo.
No obstante ello, y a partir de experiencias de sociedades que han sufrido este flagelo y lo han resuelto con resultados contundentes, cabe decir que si bien la inseguridad no puede eliminarse totalmente, es posible reducir la incidencia de la actividad delictiva de una manera notoria.
Para ello es menester que las autoridades tomen la decisión política de avanzar en esa dirección, lo que supone en una primera etapa de costos políticos. Pero que si las acciones son efectivas, los beneficios de la política adoptada se dejan ver con rapidez.
Por supuesto que se trata de una cuestión compleja en la que el voluntarismo sirve de poco. En verdad, requiere de una organización muy afinada en la consecución del objetivo, con una importante inversión económica en estructura operativa, tecnología, capacitación y retribución salarial en los distintos planos de gestión, de acuerdo con un planeamiento por objetivos.
Se puede abordar la cuestión desde distintos planos. En primer lugar, se debe apuntar al logro de la comprensión, el respeto y la participación de los vecinos, pero con especial énfasis en la consecución de resultados, ya que si no se obtuvieran, los efectos negativos agregarían un mayor descrédito y la ausencia y reticencia de los ciudadanos.
Por eso, el programa que se ponga en marcha, en su proyección tiene que plantearse un crescendo, de modo que el vecindario se comprometa cada vez más con el accionar de la autoridad, apropiándose de ésta, comprometiéndola y valorizándola en su tarea.
Es probable que una primera experiencia con la policía de cercanía, que patrulle los barrios a pie, no logre impedir los delitos mayores, pero es muy posible que logre generar una sensación de seguridad a partir de la eliminación de jóvenes ruidosos, música excesiva, individuos alcoholizados, drogados, mendigos, trapitos, limpiavidrios, que alteran la tranquilidad y el orden en el barrio, situación que suele someter a sus habitantes a una tensión defensiva que los aísla y que a la larga termina expulsándolos a otros vecindarios.
Por supuesto que cuando la policía los controle y encuadre, seguramente aparecerán en escena organizaciones de izquierda que la acusarán de discriminación y tratos inhumanos. Pero ése es un costo que hay que pagar si se quieren recuperar niveles razonables de seguridad. A la vez, es una buena oportunidad para insertar en la agenda de los derechos humanos, los derechos de los vecinos, alterados, menoscabados y violentados física y moralmente hasta el extremo de su expulsión del vecindario, en un clima delictual impregnado de la sensación de impunidad.
Por sí solo, el reclamo contra la inseguridad no supera el alcance de una manifestación declamatoria e impotente. Si los vecinos quieren que el problema se resuelva deben exigir a los dirigentes políticos y profesionales las medidas y programas de corto, mediano y largo plazo, que en la experiencia internacional acumulada han servido probadamente para avanzar en estas cuestiones.
Involucrarse, exigir y controlar los resultados de los programas que se pongan en marcha son cuestiones que la comunidad debe asumir. Es la manera de evitar que queden en las exclusivas manos de protagonistas, a menudo corruptibles, que terminan declamando sus logros mientras hacen como el tero, que “pone los huevos en otro lado”.
El primer prejuicio que se antepone a cualquier proyecto de intervención de la autoridad para el control y represión de los hechos delictivos aparece bajo la bandera de los derechos humanos, que bloquea todo proyecto preventivo en la materia.
Un segundo aspecto es el alto nivel de infiltración de la cuestión delictiva en el financiamiento de la política y también en los organismos de control y prevención de la delincuencia y el terrorismo.
No obstante ello, y a partir de experiencias de sociedades que han sufrido este flagelo y lo han resuelto con resultados contundentes, cabe decir que si bien la inseguridad no puede eliminarse totalmente, es posible reducir la incidencia de la actividad delictiva de una manera notoria.
Para ello es menester que las autoridades tomen la decisión política de avanzar en esa dirección, lo que supone en una primera etapa de costos políticos. Pero que si las acciones son efectivas, los beneficios de la política adoptada se dejan ver con rapidez.
Por supuesto que se trata de una cuestión compleja en la que el voluntarismo sirve de poco. En verdad, requiere de una organización muy afinada en la consecución del objetivo, con una importante inversión económica en estructura operativa, tecnología, capacitación y retribución salarial en los distintos planos de gestión, de acuerdo con un planeamiento por objetivos.
Se puede abordar la cuestión desde distintos planos. En primer lugar, se debe apuntar al logro de la comprensión, el respeto y la participación de los vecinos, pero con especial énfasis en la consecución de resultados, ya que si no se obtuvieran, los efectos negativos agregarían un mayor descrédito y la ausencia y reticencia de los ciudadanos.
Por eso, el programa que se ponga en marcha, en su proyección tiene que plantearse un crescendo, de modo que el vecindario se comprometa cada vez más con el accionar de la autoridad, apropiándose de ésta, comprometiéndola y valorizándola en su tarea.
Es probable que una primera experiencia con la policía de cercanía, que patrulle los barrios a pie, no logre impedir los delitos mayores, pero es muy posible que logre generar una sensación de seguridad a partir de la eliminación de jóvenes ruidosos, música excesiva, individuos alcoholizados, drogados, mendigos, trapitos, limpiavidrios, que alteran la tranquilidad y el orden en el barrio, situación que suele someter a sus habitantes a una tensión defensiva que los aísla y que a la larga termina expulsándolos a otros vecindarios.
Por supuesto que cuando la policía los controle y encuadre, seguramente aparecerán en escena organizaciones de izquierda que la acusarán de discriminación y tratos inhumanos. Pero ése es un costo que hay que pagar si se quieren recuperar niveles razonables de seguridad. A la vez, es una buena oportunidad para insertar en la agenda de los derechos humanos, los derechos de los vecinos, alterados, menoscabados y violentados física y moralmente hasta el extremo de su expulsión del vecindario, en un clima delictual impregnado de la sensación de impunidad.
Por sí solo, el reclamo contra la inseguridad no supera el alcance de una manifestación declamatoria e impotente. Si los vecinos quieren que el problema se resuelva deben exigir a los dirigentes políticos y profesionales las medidas y programas de corto, mediano y largo plazo, que en la experiencia internacional acumulada han servido probadamente para avanzar en estas cuestiones.
Involucrarse, exigir y controlar los resultados de los programas que se pongan en marcha son cuestiones que la comunidad debe asumir. Es la manera de evitar que queden en las exclusivas manos de protagonistas, a menudo corruptibles, que terminan declamando sus logros mientras hacen como el tero, que “pone los huevos en otro lado”.
Néstor P. Vittori
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