En inseguridad es la “década lamentable”
En 2013, fue asesinada al menos una persona cada 48 horas dentro del marco de un robo. Considerando que cada muerte requiere de múltiples certificaciones, podemos especular que las cifras informadas son las mínimas incuestionables. En este número fatídico no se incluyen las muertes por violencia de género, riñas callejeras o en el fútbol. Ni las violaciones ni los secuestros, y el consecuente perjuicio imborrable en la víctima.
En la etapa kirchnerista, la sola mención del escalofriante estado de inseguridad en que vivimos pasó a considerarse un “discurso de derecha”. En particular a partir de la emergencia de Juan Carlos Blumberg, el padre del secuestrado y asesinado joven Axel, el kirchnerismo gobernante, luego de una breve secuencia de diálogo con el entonces convocante Blumberg, apostrofó como desestabilizador a todo aquel que reparara en el fracaso de las autoridades en poner coto al flagelo de la inseguridad. Una maniobra malsana similar a la que aplicaron con la inflación: machacar con todo el poder del Estado en el afán de convencer a la ciudadanía de que la inflación y la inseguridad son sensaciones inventadas por los medios y oscuros poderes.
Desde el 2009 no existen estadísticas oficiales respecto de la inseguridad: el Gobierno sencillamente se dedicó a impugnar las estadísticas privadas. De soluciones, investigaciones, o conferencias de prensa buscando contener a la población, nada. Cuando sufrió una rabieta con el Poder Judicial, la Presidenta se limitó a quejarse de que los jueces eran laxos con los delincuentes; un argumento que el grueso del kirchnerismo había denostado hasta el día anterior como “de derecha”. Pasada la rabieta, o aplacada quién sabe cómo, el tema desapareció de la elocuencia presidencial. Es probable que si el oficialismo hubiera dedicado la energía que puso en perseguir y sancionar leyes contra los medios que denunciaban la inseguridad, en medidas y leyes para impedir los asesinatos, el combate contra la inseguridad hubiera sido menos frustrante.
Entre los mitos que han convertido las explicaciones del kirchnerismo en una contradicción fatal, está el de que el mejoramiento de la situación económica redundará automáticamente en una mejora de nuestra seguridad. Todavía no sabemos cuál es el balance económico de esta década, cuáles las consecuencias en el próximo decenio en relación con las ventajas objetivas a nivel continental, los aciertos y los desmanejos del kirchnerismo entre 2003 y 2013. Pero sí sabemos que el kirchnerismo considera indiscutiblemente este período una década ganada; mientras que en el tema inseguridad, ha sido una década lamentable.
En un artículo publicado por BBC Mundo el 23 de diciembre, titulado “¿Cuánto le cuesta la inseguridad a América Latina?”, se informa: “América Latina tuvo un crecimiento económico agregado sostenido de 4,2% en promedio anual en los últimos 10 años y 70 millones de personas “salieron de la pobreza”. Sin embargo, mientras las tasas de homicidios se redujeron en otras regiones, en América Latina aumentaron, con más de 100.000 homicidios por año y un total de más de un millón desde 2000 a 2010”.
No tardaron los voceros kirchneristas en adecuar su argumento al fracaso empírico: la inseguridad no sólo se produce por las penurias económicas, también es producto de la bonanza. Es decir, si nos va mal económicamente habrá inseguridad; y si nos va bien económicamente, también. Es una declaración de suma cero, cuya única finalidad es negar la responsabilidad del Gobierno frente a los familiares dolientes, las víctimas destruidas en vida y el resto de la población en vilo. Especialmente irritante es el hecho de que cuando el kirchnerismo cambia radicalmente de argumento, no incluye como parte de la reflexión el argumento errado, caduco o incompleto que había esgrimido hasta el día anterior. No hay manera de enfrentarlos con lo que ellos mismos decían en el anterior comunicado. Quien lo intente, será tachado de golpista, derechista, cipayo.
Ignoro en qué momento preciso el falso progresismo incluyó el dolor por las víctimas inocentes e indefensas, y la solidaridad con los deudos, como parte de “el discurso de la derecha”. Pero esa palabra, “derecha”,es una farsa, un subterfugio para opacar los reclamos referidos a todos los ítems en los que el partido gobernante ha revelado una ineficacia abrumadora.
Es frecuente encontrar, dentro del amplio espectro del falso progresismo, una mirada romántica sobre los ladrones: el ladrón como una criatura atractivamente marginal, arriesgada e irreverente, que desafía a la “sociedad burguesa”, otra construcción quimérica. Esta elegía del ladrón va acompañada de un desprecio por la propiedad privada; la propiedad privada ajena, por supuesto. Existe la idea falso progresista de que aquel que con su trabajo, por herencia o por azar, gana honestamente su dinero, es cómplice del “perverso” sistema capitalista; mientras que el ladrón, iconoclasta, impugna este “injusto” orden social. Pero yo tiendo a considerar que cuando un sujeto empuña un arma contra la cabeza de un desconocido para robarle sus bienes, el poder lo tiene de un modo omnímodo el que empuña el arma; y la víctima indefensa es el que está a punto de ser asesinado, pertenezcan a la clase social que pertenezcan, haya sido cual haya sido su educación o su entorno familiar.
El poder es una posesión extremadamente volátil: en la política, en el amor, en el deporte, en las ciencias. Cambia de manos en segundos. Un arma, un descubrimiento, un error, despoja por completo del poder a quien hasta el segundo previo parecía poseerlo eternamente, y lo deja en manos de un relevo, que lo ha conquistado por medio de la violencia, de la inteligencia o del azar. Los secuestradores, los violadores, los ladrones armados, son todopoderosos frente a sus víctimas; y no hay sistema que disminuya la responsabilidad del criminal.
En un reciente libro, Ausencia permanente, la filósofa Diana Cohen Agrest, ella misma madre del joven asesinado Ezequiel, repudia la “angelización” de los asesinos, la justificación condescendiente del delito. No es sorprendente que la autora no reclame la pena de muerte ni apremios ilegales. Al impugnar las justificaciones absolutorias de los asesinos, violadores, secuestradores y ladrones armados, impugna también la muerte ejercida sobre el culpable una vez que es un prisionero indefenso en manos de las autoridades.
En otro plano, es coherente con este planteo descartar de cuajo, en cualquier circunstancia, los apremios ilegales ejercidos contra cualquier culpable una vez que es un prisionero indefenso.
Que en la región no se haya encontrado una respuesta unívoca ni eficaz a largo o corto plazo respecto de la tragedia de la inseguridad, no habilita al Gobierno a desentenderse del tema. Mucho menos a inventar conscientemente respuestas falsas, o clausurar el debate con el remanido discurso de la “actitud destituyente”.
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