El que gana un combate es fuerte, el que vence antes de combatir es
poderoso. La verdadera sabiduría es vencer sin combatir"
Anónimo
Cuando un observador reflexiona sobre lo que significa ser un ciudadano, una
de las
imágenes que
se destaca es la de una predominante
inseguridad.
El sentido de la vulnerabilidad que existe entre los ciudadanos se extiende a
cada faceta de sus vidas, abarcando desde preocupaciones sobre el
empleo
y el cuidado de la
salud, hasta
percepciones que van de mal en peor sobre la degradación ambiental y la
seguridad
personal.
Pero en si la realidad de
América
Latina, no sólo nos ha permitido observar con meridiana claridad la situación de
indefensión en la cual se encuentran los ciudadanos, frente al problema de la
inseguridad, sino también constatar el
divorcio
entre
el
Estado y la
Sociedad.
Por ello hablamos de "seguridad del ciudadano", aunque la frase en sí misma
puede no ser utilizada en la conversación cotidiana entre la multiplicidad de
los pobladores, ella refleja un sentimiento que se comprende y se expresa en
niveles anecdóticos: la problemática de viajar con seguridad desde el hogar
hacia
el
trabajo o la
escuela,
el temor a ser atacado en su propia residencia, una desconfianza severa en las
instituciones
responsables de la seguridad pública (la policía, los militares, el
sistema
judicial, etc.), y el sentido de vulnerabilidades crecientes contra una
violencia
aparentemente incontrolable, entre otras preocupaciones.
Mientras la
delincuencia,
la violencia y otros factores alcanzan niveles nunca vistos, el asunto de la
seguridad –o la inseguridad– del ciudadano se han convertido en un tema
constante en el quehacer cotidiano de los pobladores.
La extensión de la violencia se ha desbordado en un
clima
generalizado de criminalidad.

En si las cifras sobre delincuencia, criminalidad, victimización y otros,
muestran lo que simplemente es la magnitud absoluta de diversos tipos de
violencia, ya sea doméstica, comunitaria, social,
política, o
económica.
Ellas señalan un asunto que es mucho más profundo y que se encuentra en la
médula de la creciente preocupación por la disminución de la seguridad
ciudadana.
Es importante distinguir, entre las razones del porqué hemos sido incapaces
de controlar esta oleada creciente de violencia. Podemos señalar sin embargo que
la incapacidad del
Estado
es un resultado de las dimensiones geográficas tanto como de las deficiencias e
incompetencias institucionales.
No es lo mismo comparar Lima con Puno, Piura con Arequipa, Amazonas con el
Callao, ya que el desplazamiento de la delincuencia (es decir,
contrabando,
narcotráfico,
violencia familiar y otros) ha abrumado a las instituciones y otros relacionados
con el
mantenimiento
de la seguridad del ciudadano.
Sería engañoso, y además incorrecto, comparar a dichos Departamentos entre sí
por que cada uno tiene una problemática diferente y en algunos casos el problema
es la inhabilidad de
poder
rectificar el problema de la violencia y el crimen, que aumentan
vertiginosamente: el primero tiene desventajas por su tamaño y
escala,
mientras que las ineficiencias institucionales y las debilidades estructurales
del último han minado su capacidad de respuesta.
Aparte de la extensión de la delincuencia, el tamaño del país y su vasta
geografía también ha
condicionado la seguridad de los ciudadanos en términos de los efectos que los
programas han
tenido sobre los índices domésticos de criminalidad.
A pesar de distinguir entre las
fuentes
de violencia de los distritos de Huancavelica con los de Lima o el Callao, los
resultados destructivos son iguales, sin importar el tamaño. El efecto
multiplicador de la violencia y la criminalidad excesivas –los desbordamientos
negativos económicos, políticos y sociales– es casi incalculable
cuantitativamente.
En términos económicos, el
costo del
crimen se refleja en el
Producto
Bruto Interno (PBI), si uno considera la destrucción y el traslado de
recursos
resultantes. Si simplemente se considera la partida del
presupuesto
público asignada a la Policía y las Fuerzas Armadas, instantáneamente las
implicaciones financieras del problema –para cada región geográfica que ya
padece una
escasez
de recursos– son dimensionadas.
Podemos señalar que el presupuesto para Defensa es mayor que para la Policía,
teniendo en consideración que la
inversión
en las FFAA son para actividades de
control
externo, pero la Policía va a la par con la que se separa para gastar en la
salud y
la educación,
respectivamente. Además, el crimen y la violencia entorpecen el
crecimiento
económico y la reducción de
la pobreza
debido a sus efectos en los capitales, material humano y social, y también
perjudican la capacidad de
gobierno.
En términos políticos, la insensibilidad del Estado de proveer seguridad
pública a sus ciudadanos, a través de una policía eficaz e instituciones
eficientes, ha resultado en la pérdida de su legitimidad.
Existe la tendencia a ver como debilidad la incompetencia del Gobierno para
responder apropiadamente a la delincuencia, mientras que al mismo
tiempo
el uso constante de la
fuerza
pública para combatir la violencia (es decir, respondiéndole a la violencia con
más violencia) lo coloca bajo una
luz de
ineficiencia y carencias democráticas. La
percepción de
que el Estado le ha fallado a la sociedad en sus deberes explícitos se agrava
especialmente cuando las instituciones dotadas para proteger y preservar la
seguridad pública se convierten en las fuerzas mismas que la minan.
Por otro lado, en nuestra región el crimen violento, la violencia
delincuencial y la violencia juvenil llegan a producir, en algunas ciudades,
verdaderos espacios urbanos de
guerra
social cotidiana; áreas de una violencia sin causa ni fin.
Pero además, la expansión de la criminalidad, ha evolucionado de la mano con
un creciente desorden público e inseguridad pública y ciudadana, como lo
demuestran los diferentes estudios de este fenómeno elaborados en distintas
ciudades del Continente
Podemos señalar diversos casos que son representativos del problema
estructural y generalmente histórico, donde la fuerza pública es a la vez el
actor principal en la protección de la sociedad, y en la perpetración de la
violencia contra esa misma sociedad.
Ese fracaso del Estado en el cumplimiento de su deber público de mantener el
orden social ha conducido a un fenómeno creciente y perturbador lo que conlleva:
al surgimiento de fuerzas de seguridad privadas. Ya sean Serenos, Ronderos,
Comités de Autodefensa o la Guardia de Seguridad contratada que monitorea un
edificio de departamentos, una cuadra o un barrio; esas fuerzas colectivas en
algunos casos solo han empeorado el asunto de la inseguridad. Debiendo siempre
de tener en cuenta que como la violencia genera más violencia, el exceso de
seguridad privada genera más inseguridad.
En muchos casos, esa "
privatización"
de la seguridad ha conducido a
políticas
locales de
seguridad
ciudadana desarticuladas, incoherentes e inconsecuentes.
Además, los sectores más pobres de la sociedad son los que más sufren dada su
carencia de recursos para proveer su propia seguridad. Cuando el Estado abandona
su deber de proteger a los ciudadanos se agrava la ya cruda vulnerabilidad de
los pobres, quienes como
grupo
social constituyen la mayor parte de la
población
en el país.
La última dimensión de la delincuencia está relacionada con su
dinámica
social. Demasiado a menudo el asunto de la
corrupción
y del
delito de
alto vuelo se pierde en el
debate
inmediato sobre el número de
homicidios
o la tasa de criminalidad.
Sin embargo, tales actos de delincuencia hablan directamente de la fracasada
capacidad de las instituciones diseñadas para apoyar el aparato estatal.
Pero sin embargo, es necesario señalar que la presencia de la
corrupción
y el grado en que resulta endémica en una sociedad amenazan al propio Estado
debido a su
naturaleza
estructural. La incorporación de prácticas corruptas en el
comportamiento
y las
normas
sociales –a través de las ahora bien conocidas características del clientelismo,
el corporatismo, y el patrocinio– refleja una
construcción
social que acoge la criminalidad, o que es por lo menos reticente a
combatirla.
Existe una
interacción
negativa innegable entre la violencia, el
capital
social, y el
desarrollo
económico. Como en una reacción en cadena, una escalada en los índices de
violencia y crimen, generalmente asociados a condiciones económicas
deteriorantes destruye el capital social al erosionar la sociedad.
Al mismo tiempo, precisamente las
estructuras
sociales son indispensables para enfrentar y frustrar la inseguridad creciente
y, más importante, para promover el desarrollo económico de un país, el cual a
la larga romperá uno de los vínculos principales del ciclo de violencia: el
económico. Estudios recientes sobre este tópico, así como
datos de
observación,
subrayan las importantes implicaciones de garantizar la seguridad ciudadana para
todos los miembros de una sociedad.
Por otro lado, los sentimientos de vulnerabilidad y de carencia de seguridad
pública son más bien una percepción que una realidad inmediata, los efectos
sobre la sociedad y el Estado son iguales: la desintegración del tejido social
de una ciudad o de un país, instituciones debilitadas (específicamente los
sistemas
judiciales y penales), y pérdida de la legitimidad política de un gobierno, o
aún peor, de una
nación
entera.
Durante las últimas dos décadas ha habido una tendencia innegable al
empeoramiento de la inseguridad. Esto ha sido lo más notable en la
"regionalización" del crimen (es decir, el tráfico de de
drogas,
contrabando, y de vehículos robados) y en la percepción de los ciudadanos de que
este es uno de los principales
problemas
sociales, solo sobrepasado por las preocupaciones económicas.
Como resultado de la declinación aparentemente perpetua en la seguridad
pública, se deben encontrar nuevas perspectivas y
modelos.
Tenemos que pensar en alejarnos de las
soluciones
puramente preventivas y vengativas que han dominado el área de la seguridad
ciudadana, e incorporar una orientación dirigida más hacia lo "situacional" y lo
"social". Donde la noción de "seguridad ciudadana" se debe amplificar para
equiparar la seguridad con la protección de la
libertad,
de los
derechos
humanos, de la
democracia,
y del orden público.
Es pertinente señalar que la dinámica urbana de la violencia es diferente a
la rural y dentro de ella misma cada espacio es diferente, es por ello que los
ciudadanos que residen en las ciudades sus efectos de la violencia son
múltiples.
Su incremento ha conducido a una transformación del paisaje (el muro de
separación de las vecindades en "ricas" y "pobres"), a un empeoramiento de la
salud
física y mental de los
habitantes de la ciudad (desórdenes nerviosos y de ansiedad, así como
infecciones
respiratorias), a la
erosión de la
ciudadanía
y de la
socialización,
y a la guachimización de los barrios.
En este sentido, la población se ha convertido en "víctima colectiva". Sin
embargo, el empeoramiento de la violencia no se puede clasificar como un suceso
puramente urbano, ni se puede correlacionar con la magnitud geográfica de la
ciudad. Para atacar las raíces del problema, es necesario incorporar al público
en general a la batalla contra la violencia.
Se piensa que la implementación de la policía comunitaria de un reciente
modelo
de seguridad pública pueden ser múltiples, por ello se exhibe el mismo deseo de
fomentar relaciones civiles-policiales mejoradas.
El modelo de la policía comunitaria –que se ha adoptado ya en
Colombia,
El Salvador,
Guatemala,
Haití y
Venezuela–
implica la amplificación del mandato tradicional del policía, de fuerza
puramente reactiva, a tener un papel civil creciente en la sociedad. En este
sentido, se pone un mayor énfasis en sus
funciones
preventivas que en sus respuestas reactivas o vengativas.
En la temática de inseguridad ciudadana, el Estado ha perdido el control
sobre el
monopolio
de la violencia y es cada vez más incapaz de combatir con
eficacia la
usurpación de este poder por individuos, cuadrillas criminales, traficantes de
droga,
y aun por representantes del Estado, es decir, los militares, la policía, los
funcionarios gubernamentales, entre otros. Es por ello que la percepción
resultante del "caos" solo ha reforzado la característica de ser una
cultura
autoritaria.
Además, la incapacidad de los Estados de dar una respuesta oportuna y
democrática a los pedidos de seguridad por parte de la sociedad, ha llevado a la
pérdida de la credibilidad de los habitantes en sus propios Estados y al
incremento de la ilegitimidad de las instituciones.
Por otro lado, a pesar de los esfuerzos significativos que se puedan hacer,
en algunos casos miembros de la Policía generan situaciones que los compromete
seriamente en el ámbito delincuencial y ello generalmente va a llevar a una
imagen de
función
negativa.
Lo que se tiene que hacer es mirar hacia las necesidades del pueblo y no las
del gobernante de turno.
Por ello es necesario establecer una fuerza policial independiente, que con
lleva al
pensamiento
combinado con el papel histórico de la policía y ayuda a explicar el porqué un
cuerpo auténticamente civil tiene todavía que ser acuartelado para preservar la
seguridad ciudadana.
Teniendo en consideración lo anotado, es necesario bosquejar las estructuras
legales y los marcos institucionales que han condicionado el asunto de la
seguridad ciudadana, para ello debemos apoyarnos en la
Constitución
como el prisma a través del cual se considera el debate.
Para una democracia nueva, existe el doble desafío de resolver eficazmente
los problemas del
conflicto
social, como es evidente en el crimen y la violencia, sin dañar la existencia
del Estado de derecho. La modernización del Estado no ha podido modificar la
visión de la policía funcionando como una fuerza de alta seguridad, que puede
excluir la participación de la
comunidad.
Para ello hay que considerar que las nuevas estructuras institucionales,
desde la policía hasta los códigos legales que se le aplican, necesitan ser
reformuladas para la seguridad ciudadana.
Queda por reflexionar sobre cómo vamos a alcanzar alguna vez el futuro de la
ciudadanía, la seguridad personal y nuestro rol en la democracia, si las
sociedades
continúan perdiendo la batalla contra la criminalidad, generación tras
generación.
Por ello, es necesario establecer como lo han dicho varios analistas, como el
colombiano Alvaro Camacho que coinciden en cuestionar las políticas de seguridad
que trazan algunos Estados, en las cuales pareciera que su preocupación no fuera
tanto la seguridad de las personas, sino la seguridad del propio Estado, incluso
por encima de los intereses de la ciudadanía y en contra de ella misma.
Por ello, tenemos que buscar soluciones efectivas que permitan confrontar el
crimen y la violencia. Con miras a esos fines, la noción de "seguridad
ciudadana" tiene que ser equiparada con la protección de la libertad, los
derechos humanos, la
democracia y el orden público.
De manera similar las causas de la "inseguridad ciudadana" han de ser
identificadas, si se quieren crear soluciones efectivas para el problema.
Debiendo de incluir no solo actos criminales contra el
individuo,
sino también la violencia institucionalizada, la
conducta
ilegal, la ausencia de controles, y la carencia de protección social, así como
la perpetuación de enclaves autoritarios.
El reclamo de un nuevo entendimiento de los componentes de la seguridad
ciudadana y las fuerzas que la amenazan debe ser visto como un
proceso
que conserva siempre la
promoción
de los derechos civiles como meta final. Si no la sociedad crea
métodos
para combatir el crimen que realmente debilitan el orden sociopolítico que se
supone debe ser protegido. En este sentido, la decisión de establecer un estado
de emergencia o de sitio, en vez de un estado de
leyes, como
respuesta al incremento del crimen y la violencia, a la larga solo servirá para
perpetuar la inseguridad.
Experiencias anteriores sugieren mantener el delicado
equilibrio
entre la preservación del orden público y la promoción de los derechos civiles
como el mejor paso, aunque sea un reto especialmente difícil para la sociedad
que apenas han retornado a un régimen democrático.

Cuando se discuten recomendaciones sobre políticas de seguridad ciudadana, se
debe adoptar un enfoque de
análisis
y
evaluación
que pueda responder a las necesidades de cada zona de manera individual. Ya que,
la dimensión y la naturaleza de dicha zona es lo que a la larga condiciona la
efectividad de las respuestas políticas a las antes mencionadas causas de la
inseguridad ciudadana.
Desde el punto de vista de las políticas, sería inapropiado y de poca visión
tratar a todas los sectores como a una misma entidad. Cada una tiene una
dinámica histórica, cultural, institucional y geográfica propia, que amerita
reconocimiento e incorporación en las políticas que son formuladas e
implementadas.
Por ejemplo, no se puede esperar que las soluciones para enfrentar el
incremento del crimen en Madre de Dios sean aplicables a la ola de criminalidad
en Lima. De la misma manera que las causas que originan la violencia en ambos
departamentos son divergentes, asimismo lo son las razones de la inhabilidad del
Estado para combatirlas.
No obstante, se puede realizar un estudio comparativo de varias experiencias
regionales, departamentales, provinciales o distritales, que desde ya sugiere la
existencia de características, así como deficiencias, comunes entre ellas, que
indican posibles opciones de políticas.
Para comenzar, en todos los casos podrán aparecer un enfoque desde abajo
hacia arriba que involucra a la
sociedad civil
como la única vía de llegar a la raíz de las causas de la creciente criminalidad
y violencia.
Este proceso debería comenzar con el fortalecimiento de las instituciones
democráticas sobre dos ejes principales: las reformas dirigidas a modernizar los
códigos institucionales y legales, es decir, aquellos relacionados con las
fuerzas civiles policiales y al sistema judicial, y una mejor
coordinación
interinstitucional entre las
organizaciones
dotadas de un
diseño
de políticas afines a escala nacional (como el Poder Legislativo), además de
actores sociales como lo son los
medios
de
comunicación,
que contribuyen directamente a la forma como la ciudadanía percibe el
problema.
El mensaje contenido aquí es que la asunción de una visión integrada de la
seguridad ciudadana –con los intereses de la sociedad civil en el centro y un
reconocimiento realista de las fuerzas que la amenazan– posibilitará la
reformulación del modelo institucional que actualmente caracteriza a los
sistemas de seguridad, judicial y penal. Solamente así podrán ser echadas las
bases que les permitan a los ciudadanos y las ciudadanas avanzar más allá de la
violencia e inseguridad que actualmente nos rodea.
David Carhuamaca Zereceda