domingo, 30 de mayo de 2010

Jorge Barreiro, escribiendo sobre Inseguridad!

La palabra INSEGURIDAD Y LA INSEGURIDAD PER SE, un fenómeno que medios y políticos opositores se encargan de destacar convenientemente, sabedores de que la inseguridad (la inseguridad en el sentido limitadamente corporal y patrimonial) es motivo de preocupación y ansiedad entre los ciudadanos. Acaso el motivo de mayor ansiedad.Preocupante para cualquier polìtico que se precie de tal.
Como ocurre en todo el mundo, la inseguridad es uno de los temas políticos por excelencia. Tal vez 'EL' tema. Despojado el Estado nacional de su capacidad de controlar el curso de la economía y, por ende, de dar un mínimo de certeza existencial a los ciudadanos, la seguridad se ha transformado en una de sus tareas ineludibles. Así lo perciben los ciudadanos y así se lo exigen a las autoridades: les demandan que al menos en ese ámbito otorguen las certezas que ya no pueden otorgar en los demás.
Sabiendo que se trata del talón de Aquiles de cualquier gobierno,   los medios y partidos opositores de este país han hecho de la inseguridad tema de portada. Y, lo peor, anuncian que ése será uno de los temas centrales de la campaña electoral del año próximo. Pero entendámonos, el desasosiego y la ansiedad por la supuesta falta de seguridad no son un invento de la oposición y la prensa: están firmemente arraigados en el alma del ciudadano contemporáneo, en este y en todos los países del mundo (desde Colombia y México hasta Suiza y Luxemburgo). Todo indica que se trata de un sentimiento que no depende de la inseguridad real y objetiva.
Nadie discute que la seguridad es un bien imprescindible. Sin una mínima seguridad no se pueden ejercer los derechos básicos de las personas. No puedo hablar de libertad si cuando regreso a mi barrio después del trabajo no estoy seguro de que no me van a matar. Esto es tan evidente que no hay necesidad de andar inventándose "olas delictivas" que sólo existen en algunas mentes fantasiosas.
Digamos de paso que la seguridad no atañe única ni principalmente al limitado ámbito de la propiedad y la seguridad física personal al que pretende confinarla la prédica actual. No se pueden ejercer las libertades individuales de las que supuestamente gozamos si además de la inseguridad antes aludida si no ponemos fin también (y sobre todo) a otra que, para diferenciarla e identificarla mejor, llamaré incertidumbre. Esa incertidumbre -consustancial a este mundo globalizado, en el que nada es seguro y todo puede cambiar mañana- es también fuente de miedos y ansiedades.
Pero, claro, como casi todos somos conscientes de que la eliminación de estas incertidumbres no está al alcance de ningún gobierno ni de ninguna autoridad local, preferimos concentrarnos obsesivamente en la inseguridad. A esta última la puede combatir (aunque volverá una y otra vez) el gobierno e incluso puede hacerlo por su cuenta y riesgo el individuo contemporáneo, al que se le ha encomendado que se haga cargo de su vida y que no espere nada de la sociedad. A las incertidumbres propias del mundo globalizado, en cambio, sólo se las puede combatir en el terreno de la política. Y, para colmo, de una política trasnacional, cosmopolita. Es, pues, una tarea que supera las fuerzas del individuo aislado y atomizado y que trasciende el horizonte cultural de la sociedad individualizada en la que vivimos.
A pesar de que las denuncias sobre la insoportable inseguridad provienen por lo general de los barrios acomodados, sus habitantes logran apañarse bastante mejor que los de los barrios más pobres. La razón es bastante sencilla: con dinero no se puede comprar felicidad pero sí seguridad. También en este terreno la sociedad deja a sus miembros librados a sus propias y desiguales fuerzas. Respecto a las incertidumbres, ser de clase media o pobre no cambia mayormente las cosas. Todos están a merced de los imprevisibles caprichos del nomadismo del capital globalizado.
Asistimos a una época en la que las personas están más protegidas que nunca, al menos en lo que atañe a las fuentes tradicionales del miedo padecido por los humanos: la "ira" de la naturaleza; la vulnerabilidad del propio cuerpo, etc. Parece que ahora la principal fuente de amenazas es la sociedad (un sistema impersonal que asume el carácter de "natural" e ingobernable a los ojos de las personas), o algunos miembros de la sociedad. Pero siempre es un temor de origen humano, provocado por semejantes.
Aunque no podamos explicarnos este aparente misterio de una sociedad cada vez más protegida y al mismo tiempo cada vez temerosa, sí podemos conjeturar algunas consecuencias que tiene la actual demanda de seguridad.
Desde que el mundo es mundo, los hombres y mujeres han tenido que lidiar con la tensión que atraviesa las relaciones entre libertad y seguridad. No puedo ser libre si no tengo una mínima seguridad, pero si la búsqueda de seguridad se hace demasiado sofocante, inevitablemente deberé resignar parcelas de libertad.
Una de las consecuencias más indeseables de la histeria reinante es precisamente la reducción voluntaria de los espacios de libertad. Eso ocurre cuando nos convertimos en propagadores de la cultura de la sospecha cuando el negro, el pobre, el "rarito" o el simplemente diferente se convierten en potenciales enemigos. Esas actitudes nos empobrecen, nos encierran en el universo de "lo conocido", nos impiden, temerosos como estamos, vínculos y encuentros que no estén en el programa previsto.
Cuando el miedo nos hace perder la cordura y clamamos como enajenados por mano dura, por la rebaja de la edad de imputabilidad penal, castigos más severos y hasta la pena de muerte (medidas punitivas que ya se sabe que no resuelven nada) y, sobre todo, cuando nos indignamos porque supuestamente los jueces dejan a los delincuentes libres, estamos, aunque no lo sepamos, jugando a la ruleta rusa. Las garantías constitucionales que alegan los jueces para dejar libres a los acusados que (no debería hacer falta recordarlo pero lo hago) son inocentes hasta que se demuestre lo contrario, son garantías jurídicas que se otorgan a todos los ciudadanos, con independencia de su respetabilidad, origen social, costumbres morales y, por supuesto, antecedentes penales. Si los jueces cobraran al grito de la tribuna viviríamos en la ley de la selva.

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